Os dejo con este relato que he encontrado hoy por casualidad y que me ha gustado bastante. La URL original es http://www.elboomeran.com/blog-post/2/11363/rafael-argullol/el-aerodromo-de-la-constancia/ y parece que fue publicado en El País el 09/10/2011, escrito por Rafael Argullol Murgadas
El
7 de septiembre de 2010 un Tupolev 154, con 81 pasajeros a bordo, que
cubría la ruta regular entre Yakutia, en Siberia oriental, y Moscú
sufrió un colapso total de sus mecanismos eléctricos. El avión
sobrevolaba la República de Komi, cerca del círculo polar. Tras los
primeros fallos, y antes del apagón completo, los pilotos recabaron
información a la torre de control sobre la posible existencia de algún
aeropuerto cercano donde realizar un aterrizaje de emergencia. Les
informaron de que no había ninguno. Solo se tenía conocimiento de un
viejo aeródromo abandonado hacía más de 30 años, y que en su momento
había servido para dar cobertura a una expedición de geólogos. Era una
pista pequeña, de unos 1.000 metros, la mitad de lo necesario a un
aparato de las características del Tupolev 154. Probablemente era
inservible.
Pero no había otra
alternativa. Los pilotos, tras descender a 3.000 metros de altitud, se
encaminaron hacia las coordenadas indicadas, en plena taiga del Gran
Norte. Durante varios minutos no divisaron nada en la espesura de
colores casi otoñales. Debido a la avería las operaciones eran manuales,
de manera que cualquier error implicaba la pérdida de toda opción.
Después de un largo y angustioso intervalo divisaron un minúsculo
rectángulo en el seno de la taiga. Era el viejo aeródromo. La primera
impresión fue muy negativa pues, en efecto, aquella explanada parecía
terriblemente pequeña como para tener alguna garantía en el aterrizaje.
Pero, de pronto, los dos pilotos tuvieron al unísono la misma pincelada
de esperanza: aquel rectángulo estaba curiosamente bien recortado en
medio de la vegetación. Era sorprendente que la taiga no se hubiera
tragado el aeródromo tras 30 años de abandono humano. Aunque la extraña
pulcritud de la pista no aseguraba, ni de lejos, el éxito, sí, al menos,
invitaba a la tentativa. En cualquier caso, las cartas estaban echadas.
El
Tupolev empezó a dar vueltas alrededor del rectángulo, y a cada vuelta
descendía un par de centenares de metros. Era una danza extravagante, no
exenta de majestuosidad, a través de la cual los pilotos trataban de
averiguar el flanco más aconsejable para lanzar el aparato hacia tierra.
Decidido el lugar y la orientación llegó el delicado momento de
informar al pasaje. No es que los pasajeros fueran ajenos a lo que
sucedía pero, hasta entonces, junto a la noticia de la avería se había
prometido un aeropuerto en condiciones para realizar el aterrizaje de
emergencia. Ahora había llegado el momento de decir la verdad: no era un
fiable aeropuerto, sino un pobre aeródromo olvidado el que tenía que
recibirles para acoger la prueba más dramática. Como los dos pilotos
estaban enteramente concentrados en las maniobras fue una azafata la que
explicó la situación a los pasajeros. Nadie replicó. Un silencio
abrumador se apoderó de una atmósfera que había estado cargada de
susurros y de algún llanto. Con poco tiempo a su disposición, la azafata
solo dio dos consejos: uno concerniente a la posición del cuerpo para
paliar el choque que supondría el brusco frenado, y el otro dirigido a
asegurar la rapidez de evacuación. La azafata que había dado la
información y sus compañeros de tripulación se quedaron junto al pasaje.
Los pilotos descendieron a menos de 50 metros. Las cartas estaban
echadas.
Todo fue muy rápido e
infinitamente lento. El aparato saltó varias veces sobre el rectángulo,
con violentas sacudidas debido a la acción de los frenos. En cualquier
momento se podía producir un giro catastrófico. Y sin embargo, el firme
del aeródromo, milagrosamente bien conservado, actuó como un colchón que
amortiguaba el golpe. A media carrera por la pista los pilotos ya
sabían que conseguirían frenar el avión lo suficiente como para llegar
muy lentamente a la emboscada de árboles que aguardaba en el límite de
la pista. Y en efecto así sucedió: el Tupolev metió su cabeza en la
arboleda como un pájaro que alcanza el nido tras su vuelo laborioso.
Quedó detenido, con las alas reposando en las copas verdes y amarillas
de los árboles del Gran Norte. La evacuación fue veloz y precisa, de
modo que se salvaron los 81 pasajeros, además de la tripulación. Cuando
ya se habían alejado del aparato, agrupados en el centro del rectángulo,
todos, al expresar la alegría por la salvación, manifestaron su
extrañeza por el perfecto estado de la pista de un aeródromo perdido de
la mano de Dios.
Y entonces ocurrió
algo insólito. Desde el margen contrario apareció un anciano que
caminaba muy lentamente. Cuando se acercó al grupo de supervivientes
advirtieron que llevaba en su mano derecha un barrilito de vodka y que
cantaba con gozo indisimulado. Pronto les contó el secreto: tras la
marcha de los geólogos y durante 30 años él continuó preservando el
aeródromo, tal como le habían encargado. No hubo día en que no limpiara
la pista, incluso durante el crudo invierno. A menudo, soñaba que algún
avión necesitaría el aeródromo en un aterrizaje de emergencia. El sueño
se había cumplido y el vodka era para celebrarlo.
Buenos vuelos!
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